lunes, 25 de octubre de 2010

TH ♥ M: Primera parte


¿Es preciso que lo que constituye la felicidad del hombre sea también la fuente de su miseria?.
Goethe, Werther.


Ya conocen historias protagonizadas por princesas, duendes, magos; por juguetes, animalitos, autos, pingüinos, robots y un interminable etcétera.
Esta es una historia de corazones. Sí, sí, corazones, pero con piernas, brazos, caras y todo eso.
Two Hearts era la Capital de los Enamorados. Abundaban las parejas de corazones: en el trabajo, en las escuelas. Paseaban de la mano en las plazas, compraban en los shoppings, nadaban en los lagos, se divertían en los parques de diversiones y bailaban en las discos de moda. Retozaban en campos de eternas flores coloridas. Si bien predominaban parejas de corazón con corazona, también había del mismo sexo, que solían frecuentar el Puerto Marilina, entre otros puntos turísticos. En cualquier caso, nunca dejaban de manifestar cuánto que querían. ¡Con qué devoción se abrazaban y besaban las parejas! ¡Qué espectáculo contemplarlos al atardecer, sus figuras recortadas contra el sol! (aunque ya de por si uno se maravillaba de verlos, sin importar el lugar ni la hora). Y qué decir de los besos. Besos tan especiales que te sentías Dios.
Two Hearts era el colmo del cariño, la dulzura, el amor.
Todos sus habitantes vivían felices.
Todos... menos Thom.
Thom siempre se enamoraba con facilidad. Pero los amores nunca le correspondían.
En Jardín de infantes fue Mily, esa niña de sonrisa perfecta, ojos verdes, pecas que le quedaban extrañamente bien. Thom no dejaba de mirarla.¡Sí, debía estar enamorado! Pero no se animaba a decírselo. Pasaron años, hasta que al final de un segundo recreo, durante los primeros días de primavera, le regaló un alfajor. Mily se puso a gritar y salió corriendo.
En la primaria, Cecil. Ojazos color miel, buena persona y superinteligente, de esas que sacan 10 en todas las pruebas. Thom nunca había pensado que la sonrisa de una chica pudiera ser capaz de derretirlo, de impedir que pensara en otra cosa que no fuera en ella. ¡Sí, debía estar enamorado! Pero no se animaba a decírselo. Pasaron años, hasta que al final de un segundo recreo, durante los primeros días de primavera, le escribió una carta. Lote bramó: “No me gustás para nada”.
En la secundaria, Lote. Flaca, pelo negro hasta la cintura, flequillo irresistible, ojos azules más irresistibles aún. ¡Sí, debía estar enamorado! Pero no se animaba a decírselo. Pasaron años, hasta que al final de un segundo recreo, durante los primeros días de primavera, le regaló un alfajor triple, de los que siempre compraba en el kiosco del colegio, con una carta pegada. Hubiera preferido que escapara gritando o que lo insultara. Fue peor que eso: se rió. Se le rió en la cara, como si su declaración de amor hubiera sido un chiste.
Y esto, sin contar las miles de corazones a las que conocía en la calle o donde fuera, pero que con sólo verlo cruzaban a la vereda de enfrente o decían rápido que tenían novio y abrazaban a cualquier otro corazón fingiendo un noviazgo.
(Como habrán notado, los corazones tenían un sistema educativo como el nuestro, y también usaban Internet).
No tenía suerte, Thom. Después de cada fracaso, terminaba destruido, con la autoestima por el subsuelo. Pero no lloraba.
¿Por qué me pasa a mí?, solía preguntarse. Sobraban motivos: nunca había sido precisamente un galán, jamás tuvo carisma ni presencia. Se llevaba mejor con las computadoras y los libros que con sus conciudadanos. Era un alumno mediocre… Esas cosas no ayudan con las corazonas.
Y Thom se sentía cada vez más abatido. Ya no era jovencito, y el hecho de jamás haber tenido novia comenzaba a desesperarlo. Una frase dice que es bueno recibir golpes. Pero otra frase dice que si te golpean muy fuerte y muy seguido, no te vas a poder levantar.
Soy bueno, soy educado... Pero eso nunca alanza, por lo menos a mí. Pero si sigo soltero, debe ser por algo. Por ahí es una señal, tal vez tengo que disfrutar más de mi actual estado civil. ¿Pero más todavía? Debe ser como dice la canción: “Ganes o pierdas, aprovechá la oportunidad”.
Una tarde concurrió al templo más cercano. En los templos, los novios se casaban y bautizaban a sus hijos, y los corazones solitarios le rezaban a Cupido para que los ayudara a conseguir pareja.
Primero habló con el Padre, el único con quien algo podía desahogarse de su mal de amores. Thom no tenía padres —lo abandonaron de pequeño—, tampoco tenía amigos, y la Tía Bates, encargada de criarlo, había muerto dos inviernos atrás (aunque ella, con su característica “buena onda”, lo acusaba de victimizarse y le exigía que dejase de llorar).
—¿Valdrá la pena seguir rezando? —dijo Thom.
—¿Si vale la pena? —dijo el Padre enarcando las cejas—. ¡Por supuesto! ¡Nunca dejes de creer, hijo mío!
—Y nunca dejo de creer, se lo aseguro. Pero... No sé...
El Padre lo palmeó suave y dijo:
—No te preocupes, hijo. Te entiendo.
No, usted no me entiende. Usted, como los otros Padres, goza del derecho a formar parejas y tener familia. No sabe cómo me siento.
Pero Thom calló y dijo:
—Sí, bueno, creo que voy a rezar más.
—Muy bien, hijo. Esa es la actitud. Tarde o temprano, Cupido te guiará al amor de tu vida.
¿Por qué rezarle a una figura extraña, que no se parece a nosotros, los corazones? ¿Qué lo hace tan especial? ¿Cómo sabemos que realmente existe? ¿Por qué ayuda a todo el mundo menos a mí?
Volvió a callar, se sentó frente a la estatua de Cupido —un Cupido esbelto, listo para disparar una de sus afiladas flechas— y rezó, rezó un rato largo, rezó con devoción, con ganas de que por fin pudieran dársele las cosas en el terreno sentimental.
Por favor por favor por favor...
Y todo pareció cambiar en el último año de Letras en Desdémona College.
Se llamaba Belle, según escuchó por ahí. Mily, Cecil y Lote eran nada al lado de ella. Mejor todavía: Belle era de una hermosura simple, no inalcanzable. Como de costumbre, para Thom fue amor a primera vista.
No eran compañeros de curso, pero coincidían en los recreos. Aún durante las clases, Thom sentía palpitaciones, como si estuviera por morirse. La idea de que vería a Belle en pocos minutos revolucionaba su organismo y su espíritu. Imposible no pensar en semejante belleza natural, en aquel milagro que charlaba y reían con amigas junto al kiosco del Desdémona.
Decidido a no esperar años, se acercó a ella y la saludó. Si lo rechazaba (¡No no no!), al menos no agonizaría durante mucho más tiempo.
Belle lo miró y por poco Thom no se disuelve como Amélie Poulain. Se contuvo, aunque no supo cómo continuar.
—¿Todo bien? —pudo decir.
—Bien —contestó ella, y le sonrió.
En tapa de su carpeta habían fotos de rosas amarillas. A Thom se le ocurrió que Belle era linda como una rosa.
De a poco fueron relacionándose en los recreos o a la salida. Thom llegó a comprarle alfajores o bebidas, y hasta se armó un perfil en Heartbook, la red social más popular, y la agregó como amiga. Y lo mejor de todo: ella lo aceptó. De esa manera pudo descubrir que compartían varios gustos, como el cine y la literatura. Ya tenían temas para hablar durante los pocos minutos que se veían. No era fácil acceder a Belle, ya que casi siempre estaba rodeada de tres amigas que lo miraban como si fuera la peor aberración de la ciudad. Pero Belle lo escuchaba y Thom a ella.
Bella era sensible, sencilla, para nada creída ni superficial. No como la mayoría de las corazonas.
Sí, había una relación entre ambos. Una relación de amistad.
Pero Thom quería más.
Trabajo, estudio, vida, todo eso pasaba a segundo plano cuando pensaba en Belle. Incluso en sueños, donde directamente veía a ellos dos tomados de la mano, como novios de verdad, acostados en un campo de rosas amarillas, acariciándose, a los besos...
Un viernes a la salida le confesó sus sentimientos. Estaba seguro de que Cupido al fin daría en el blanco. Tenían demasiado en común.
Si Belle le hubiera correspondido, esta historia terminaría acá.
Pero Thom volvió a chocar contra una muralla.
Belle, su adorada, preciosa Belle, nunca más le dirigió la palabra. Cuando Thom quería acercársele, ella lo evitaba. Y nunca más hubo contacto vía Heartbook, pese a que no lo eliminó de su interminable lista de amigos.
Thom no daba más del dolor y la angustia. Quería hablarle, preguntarle por qué no podía haber un noviazgo entre ambos. ¡Por qué no una oportunidad! ¡Por qué no, si había tanta química entre los dos!
Un viernes por la noche se plantó ante Belle al final de una clase. Ella le dijo que no la interrumpiera, que estaba con las “simpáticas” amigas. Thom insistió en que debían hablar.
—Vayamos a un café —agregó—. Por favor.
—Hablemos acá —dijo ella, muy seria.
—En privado —notó que las amigas lo fulminaban con la mirada—. Por favor, Belle.
—Mejor dejémoslo así.
—No, no Belle, tenemos que...
Thom quiso detenerla, pero alguien lo atrapó del brazo. Alguien que apretaba muy fuerte. Miró a su derecha.
Era un corazón alto, imponente, de ojos azules penetrantes como perforadoras y poderosos como sus manos.
—¿Se te perdió algo? —dijo con una tranquilidad y seguridad escalofriantes.
Thom pensó que le trituraría la muñeca, pero lo soltó.
A Belle se le modificó la cara apenas vio al Otro. ¡Era la felicidad personificada! Ella y el galán se abrazaron.
—Te estaba esperando —dijo Belle, y se besaron.
Para Thom fue como una estocada. Cerró los ojos y apretó los dientes y los puños y se retorció a causa del dolor. Por supuesto, Belle y el Otro partieron abrazados, seguidos por las tres amigas.
Thom pudo levantarse y, temblando como un enfermo, regresó a su diminuto departamento, ahora más deprimente que nunca. No logró dormir ni esa noche ni las posteriores.
Según Heartbook, el Otro respondía al nombre de Hans. Entre miles de cosas, era un ascendente empleado de Love Inc., la empresa especializada en fabricar y vender productos para novios, desde tarjetas y bombones hasta flores naturales que nunca se marchitaban y mascotas de colores extravagantes. Y, claro, también era un sex symbol codiciado por todas las corazonas de Two Hearts.
¿Y yo qué soy? Apenas el dueño de Sturm ‘n’ Drang, un emprendimiento de tarjetas con el que no gano ni siquiera insultos. Y las corazonas me odian, como si fuera un cáncer con patas. ¿Qué habrá visto Belle en ese tonto? Ni siquiera es su tipo. ¡Yo tengo más en común con ella! Pero debe ser otro caso de los opuestos que se atraen.
Y vaya que se atraían. Aunque Thom dejó de entrar en Heartbook —los tórtolos lucían enamoradísimos en miles de álbumes de fotos subidos allí—, se los encontraba en el hall del Desdémona, en la calle, en plazas... Hans tenía auto, así que Thom imagino que los fines de semana irían al campo (¿al campo de rosas amarillas?), o al mar y a las montañas y a los bosques y a los parques de diversiones y a las discos de moda y a la casa de él y a su dormitorio...
Fue luego de verlos sonrientes y comiendo helado junto a la laguna que Thom se dio cuenta. Los niños, los viejos y otras parejas lo miraban de manera extraña. Al principio no le sorprendió demasiado semejantes reacciones, pero se alarmó cuando un corazoncito le dijo a su padre: “Está roto”. Se aproximó cauteloso a la vidriera de una tienda, miro su reflejo.
Tembló igual que un perro moribundo, de milagro no tuvo un ataque ahí nomás. ¿Existía algo más horroroso?
Se vio a sí mismo, pero ya no era el de antes.
Su piel estaba resquebrajada y tenía la textura de tierra reseca, muerta.
Corrió al templo, que por suerte se encontraba vacío. Arrodillado frente a la estatua de Cupido, empezó a decir:
—¿Por qué me t-tuvo que-que...? ¿P-por qué...?
Y se quebró. Lloró lo que jamás había llorado. Lloró durante una hora y más. Lloró de modo que el ardía el cuerpo, como si el alma se le consumiera viva. Lloró hasta caerse y golpearse contra la punta de un banco. Las lágrimas empapaban el piso, pero no le importó. Ya no le importaba más nada. Sólo lloraba y suplicaba que el dolor se fuera, pero resultaba cada vez más intenso y feroz e interminable.
Sintió una mano. Entre la lágrimas reconoció al Padre, que parecía tan espantado como los demás.
—Hijo mío —se limitó a decir antes de llevarse una mano a la boca.
Thom se limpió las lágrimas y, tras un esfuerzo, logró pararse. Estaba exhausto de tanto llorar.
—Sé que es difícil —dijo el Padre—, pero no tenés que rendirte. Todavía sos joven y...
Thom se le arrojó encima, lo derribó con su peso, lo golpeó, lo golpeó sin parar, le clavó las uñas de manera que la piel le quedara como la suya, el Padre grito y forcejeó, pero Thom era más fuerte, ¡nunca se sintió tan poderoso!, y lo soltó para patearlo una, dos, cinco veces, veinte veces, cuarenta veces, lo pateó en la cara, en esa bocota inútil, lo pateó hasta casi desfigurarlo, y justo reparó en la estatua de Cupido, en cómo estaba ubicada y fue hasta ella y miró al Padre y otra vez a la estatua y con su nueva y terrible fuerza empujó y empujó hasta que la estatua cayó encima del Padre, de manera que la flecha de Cupido atravesó al religioso.
—No soy tu hijo.
Thom temblaba, pero de euforia. Una energía extraña, peligrosa, pero irresistible, lo había inyectado de vida. Era como un renacer a una nueva existencia. Ya no sería sumiso, ya no permitiría que lo pasaran por encima.
Tenía algo muy concreto en mente.
Y puso manos a la obra.


Para leer la segunda y la tercera parte, clic aquí y aquí, respectivamente.

TH ♥ M


Bienvenidos, lectores.
Están aquí para conocer la historia de Thom, un corazón que decidió cambiar su destino... para desgracia de muchos.